7 de diciembre de 2015

Remenbranza de una lejana Navidad

Mis primeros recuerdos navideños están teñidos de melancolía, e inevitablemente fundidos a  la añoranza de un padre que murió demasiado pronto, pues ni siquiera le dio tiempo a cumplir los cincuenta años. Nos abandonó, (caprichos del destino), una fría mañana de primeros de Diciembre, semanas antes de Navidad. Pese a todo guardo retazos de navidades felices. Él sabía sorprender a una niña llenando su cama de juguetes, el día de Reyes convirtiendo la magia en realidad y sacándome una gran sonrisa. Su presencia estará  ligada a mí en lo más profundo para siempre, aunque mi infancia fuera breve, por la hendidura de su ausencia a la tierna edad de siete años. 

Pero no voy a hablar de la tristeza que me produjo su partida, sino de los buenos recuerdos, repletos de risas, regalos y tarjetas de felicitación llegadas de distintos puntos de la geografía española siempre por esas fechas. Las conservo todas en una caja, año tras año han ido acumulándose y ya son unos cuantos. Lástima que las nuevas tecnologías hayan terminado con tan bonita tradición. De vez en cuando les echo un vistazo con nostalgia, y acaricio la escritura de mis tíos, (ya fallecidos), y los imagino escribiendo esas breves frases para mí y mi madre con todo su cariño.


Nuestra familia fue obligada a emigrar de su tierra, Extremadura, a principios de los sesenta, como tantas y tantas otras, avocadas a renunciar al contento de una vida pobre pero colmada de toda una retahíla de ancestros lejos en el tiempo, algunos con historias legendarias, y forzados a dejar a sus mayores, (abuelos o padres), sin saber si la fortuna les sería favorable, y podrían regresar algún día con unos cuartos, para visitarles, aunque fuera por última vez y darles el postrero adiós. Otros también se despidieron de sus mujeres e hijos, prometiéndoles que en cuanto tuvieran un trabajo duradero volverían a estar juntos de nuevo.


La culpa de todo la tuvo la salvaje Guerra civil, la del 36 y el empobrecimiento derivado de ella. La conocida como posguerra española. 
Y así mi numerosa familia partió de Valencia de Alcántara, en busca de un futuro mejor para ellos y sus recién creadas proles. Unos al País Vasco, otros a León y los más numerosos optaron por Madrid. Ese fue el lugar escogido por mis padres para que yo viniera al mundo, y también lo hice una fría mañana, a mediados del mes de Enero agotándose ya la década de los sesenta. Es curioso, mis momentos más alegres o más tristes, están coligados al invierno y al frío. Quizás por eso no me gusta la gelidez, porque me recuerda todo lo malo y lo bueno vivido. Sin embargo, me gusta la lluvia con ella me inspiro y afloran los mejores párrafos e historias.

Pero no divaguemos, pues he dicho que os iba a contar los recuerdos felices. Los primeros ese día de Reyes Magos, cuando todavía eran ellos quiénes arribaban a nuestras casas cargados de juguetes, y no ese gordo barbudo norteamericano vestido de rojo y a la ronca voz de "Ho, ho, ho". Mi padre ya no estaba con nosotras, pero estuvimos arropadas siempre por el resto de la familia, la que había elegido la misma ciudad para echar a caminar de nuevo por una senda más estable y sólida.

No sé si fue esa primera Navidad, o quizá la siguiente al fallecimiento de mi padre, ya casi con nueve años. Yo ya sospechaba que Los Reyes Magos no existían. Si su existencia fuera cierta, ¿Por qué se habían llevado a mi padre con tanta injusticia? La magia se apagaba poco a poco en mi corazón, aún así no dije nada cuando mi tío Félix, (hermano de mi padre y mi tutor) encanto de hombre me dijo:

-Venga a dormir que los Reyes no aparecerán si te encuentran despierta.

-¿Y por dónde van a entrar, tío?

-Entrarán por la ventana de la cocina. ¡Ves! -Señaló la ventana abierta: -Ya les he dejado un buen barreño de agua y lechuga para los camellos, y a los Reyes un poco de turrón. ¡Venga a dormir!

Obedecí sumisa, aunque yo ya no creía en ellos y me acosté, pero no me dormí. Oí a mis tíos en la habitación de al lado diciéndose uno a la otra: "Ya debe estar dormida. ¡Anda! Levántate y vacía el barreño, y no te olvides de comerte algo del turrón. El hombre dócil y algo cansado se levantó de la cama, con un frío que pelaba, en una casa desprovista de calefacción, y cuando todavía existían los verdaderos inviernos, para cumplir con la tradición.

Sonreí en la oscuridad. Mi querido tío tenía mucha más ilusión que yo, ¿Por qué estropeársela contándole que yo ya no creía en esa dulce magia navideña? Me dormí y agradecí, (todavía agradezco), ese gesto cariñoso y preciado. Un tesoro para toda la eternidad. Adorado tío Félix, mi segundo padre, tú también te fuiste en estas fechas tan señaladas, otro frío día veintiuno de Diciembre. A pesar de ello nunca odiaré estas fechas, las luces, los colores y los buenos sentimientos, esos que nunca han de faltar.


En cada luz y color está el espíritu de un ser querido que ya no está a nuestro lado. Por ellos, por los que se han ido pero perduran en nuestros corazones, y por los nuevos miembros de la familia. Esos niños que alumbran nuestras vidas y nos traen nuevas ilusiones, merece la pena creer en la Navidad. A través de sus ojos llenos de fantasía, podemos seguir creyendo en un mundo mejor.



Creo en la Navidad. Vosotr@s no dejéis de creer en ella nunca.










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