25 de julio de 2015

La aventura comenzó aquí

Mi aventura como escritora comenzó escribiendo una fanfiction sobre una de mis series favoritas:
ÁGUILA ROJA


Éste fue el primer capítulo publicado. Qué lo disfrutéis.
1
Sobre los tejados de la Villa de Madrid

El sol poco a poco había ido ocultándose haciendo destellar sobre las corintas tejas de las humildes casas de la Villa de Madrid sus últimos centelleos dorados. Una figura oscura observaba agazapada los últimos movimientos de sus habitantes, antes de caer la noche.
Gonzalo de Montalvo enfundado en su disfraz, camuflado bajo la apariencia de Águila Roja, se encontraba arrellanado sobre el tejado de su vieja vivienda en el humilde barrio de San Felipe. Trataba de disimular su abatimiento bajo el influjo de aquel héroe que había creado hacía tan solo unos meses. Su identidad secreta. Deseaba infundir en su espíritu algo del coraje y la fortaleza que hallaba  bajo su otra piel; pero su desánimo era palpable. Su postura encorvada le delataba.
Allá en las alturas encontraba algo de la libertad y el sosiego que su alma tanto necesitaba, se sentía más él mismo. Lejos de todo. De su trabajo, de sus problemas domésticos y sobre todo de Margarita, su cuñada. Cada vez que pensaba en ella se sentía más y más hundido. Su falta de decisión había arrastrado a la joven a un compromiso que él con su actitud de fingida despreocupación había propiciado. ¿Pero, a quién quería engañar? Estaba enamorado de ella hasta el tuétano. Más él mismo se lo había buscado. No había parado de rechazarla una y otra vez desde que llegó a la Villa, de recriminarle su pasado, su abandono y la vil muerte de sus padres. A pesar de su perdón también estaba el recuerdo de Cristina, su difunta esposa, y hermana menor de la muchacha. Los remordimientos le reconcomían por dentro. Cada vez que la tenía cerca, en su fuero más interno, sentía como si le estuviera faltando al respeto a Cristina, a su recuerdo, y a su devoto amor por él.



Desde aquella altitud, parecía vigilar la ciudad como cada noche desde que hacía unos meses tras el salvaje asesinato de su joven mujer había jurado venganza contra sus asesinos. Pero todo aquella tarde se tornó una pantomima. El descubrimiento del vil asesino de su esposa también le había traído un hallazgo aún más inquietante: El Comisario Hernán Mejías, no era otro que su recientemente recuperado hermano. Aquello había removido los cimientos de su existencia hasta situarle en un callejón sin salida. No podía cumplir su promesa, ahora no. El asesino de su fiel y buena esposa era su hermano. Tenía tanto en que meditar.
La noche había caído sobre la Villa y con ella de nuevo surgieron para atormentarle todos los fantasmas del pasado. Su cabeza lejos de centrarse en la vigilancia giró en torno a sus problemas habituales. Rememoraba una y otra vez los sucesos pasados apenas unas horas antes en el comedor de su casa. De nuevo volvía a entrar para encontrarse a Margarita acuclillada junto al fuego, como en sus sueños. Se acercó. Sabiendo lo que iba a ocurrir y trató de hablar primero de decirle que la quería, que no podía vivir sin ella, de rogarle que cambiase de opinión; que no aceptase la proposición de matrimonio de Juan…
...Pero era imposible cambiar el pasado. Lo hecho, hecho estaba. Se reconcomía por dentro. ¡Ójala la hubiera abrazado, besado antes de irse! ¿Habría cambiado algo? Probablemente no. Si Margarita había decidido casarse con Juan sería por que le amaba. No podía imaginar, no quería creer, que Margarita fuera una frívola, que aceptaba a un hombre por su dinero o por conveniencia. Una vez lo creyó y vivió lamentándolo para siempre. Hasta que encontró a Cristina. Ella fue el bálsamo para su corazón herido. Supo recomponer los trozos de su alma atormentada por la culpa y el odio. ¡Fue tan feliz a su lado! Aún con todo, los dos sabían que el rencor que él sentía por Margarita siempre estaría allí presente, en medio de ellos. Acabaron por evitar su nombre tanto como su persona. Ambos sabían que si sus vidas volvían a cruzarse, todo lo que habían construido juntos saltaría por los aires como un polvorín.
Lágrimas de culpa acudieron a sus ojos. Desde que Margarita había regresado a su vida, se había ido metiendo poco a poco en su corazón. Igual que cuando eran niños. Quizás esos sentimientos siempre estuvieron allí. Nunca desaparecieron. Sin querer el dolor por la muerte de Cristina se fue enquistando hasta convertirse en parte de su ser. Lamentaba su perdida, la echaba de menos, pero tenía tantas razones para seguir adelante.
¡Culpable! ¡Culpable! Se sentía tan culpable: Por seguir vivo, por no haberla vengado matando a su asesino ¡su hermano! Por sentir de nuevo el ansía del enamorado que anhelaba volver a casa para ver a su amada, que se acostaba pensando en ella y se levantaba con ella en el pensamiento. Como si fuera el primer amor también volvió a sentir el dolor con esa misma intensidad. Perderla otra vez iba a acabar con lo poco que le quedaba de esperanza.
En la quietud de la noche nada hacía presagiar lo que estaba a punto de suceder. De repente un disparo rompió la calma. Águila Roja alarmado, se levantó; avanzó por los tejados tan rápido como su destreza le permitía. Sin hacerse notar se aproximó hacia la zona desde donde ya se empezaba a oír jaleo. Agazapado en las sombras vio cómo Hernán, tendido en el suelo, parecía herido en un brazo, aunque no de gravedad. Se movía quejumbroso apretando los dientes pero no parecía correr peligro. Los guardias a sus órdenes corrían sin orden ni concierto de un lado para otro en un caos completo. Hernán ladró más que dirigió señalando hacia arriba; hacía los tejados. Por un momento, Águila creyó que le habían visto pero pronto se dio cuenta que señalaban hacía las galerías de la planta superior del mismo edificio donde se ocultaba. Quizás el tirador se encontraba aún allí, escondido. ¿Pero quién en su sano juicio intentaría atentar contra la vida del Comisario? Fallar era prácticamente una sentencia de muerte. Tenía que bajar sin que le vieran y tratar de ayudar a ese pobre desgraciado a huir o si no el Comisario acabaría con su vida de una forma muy desagradable. Pensar eso y acordarse de Cristina, moribunda en la nieve, hicieron que Águila apretara fuertemente las mandíbulas buscando el momento oportuno para escabullirse y bajar a la galería. Trataría de salvarle de las garras de Hernán, costara lo que costase. Mientras tanto, el Comisario era atendido por uno de sus guardias; Pedro su lugarteniente. El soldado torpemente le colocó un pañuelo a forma de torniquete.  Mejías con la frente sudorosa por el dolor volvió  a señalar de donde vino el disparo, aunque no lo tenía muy claro. Sólo pudo indicar una zona indeterminada en el edificio de enfrente. Cuando sus guardias miraron sólo detectaron un “bulto” impreciso; que no ocupaba mucho: ¿un cuerpo agachado? ¿Tal vez, Una canasta de ropa? Tenían sus dudas, no obstante irían a cerciorarse. ¡No podían osar desobedecer una orden directa de su Comisario  Hernán Mejías!
Águila Roja observó de soslayo el afilado rostro de Mejías; seguramente el arrogante Comisario pensaba que había sido víctima de un nuevo atentado contra su persona, de una nueva ofensa por vengar. ¿Acaso el mal llamado "paladín del pueblo" había sido tan cobarde para ocultarse en las sombras e intentar matarle? ¡No! Aquél no era su estilo. Le gustaba empuñar una extraña espada oriental, jamás habría utilizado un arma de fuego. De seguro era lo que pensaba la sagaz y rápida mente del avezado Comisario de la Villa. Seguramente también pensaba en él como en un mal nacido que habiendo tenido una estupenda oportunidad unos días antes no había sabido aprovecharla. ¡Si él supiera que su acérrimo enemigo: Águila Roja, no acabó con su vida, cuándo estaba sin sentido, totalmente a su merced en aquél granero abandonado porque había descubierto su parentesco! ¡Ironías del destino! Tuvo que marchar precipitadamente; maldiciendo su suerte tras tener la certeza de su vínculo consanguíneo. El rostro de su despreciable hermano se contraía dubitativo mientras miraba hacía la negrura de los tejados tal vez preguntándose el por qué Águila Roja le había citado unos días antes y porqué le había dejado con vida una vez más. No tenía ningún sentido. El héroe sabía que la rabia le estaba reconcomiendo las entrañas; y también la incertidumbre unida a la impotencia. Sabía que su hermano le odiaba; sabía que se estaba convirtiendo en todo un misterio por descubrir. ¡Y vive Dios!, que tarde o temprano acabaría por revelarlo descubriendo a su paso la conexión que los unía.
Águila dejó de observar y aprovechó que ni Hernán ni sus hombres miraban por unos instantes hacia allí descolgándose del tejado hacia la barandilla de madera. Con un suave balanceo cayó en el interior de la galería  con apenas un sonido sordo del roce de sus suelas en la madera del suelo. Quieto, en la oscuridad percibió más o menos lo mismo que los guardias: un bulto en las sombras, muy pequeño para ser un hombre ¿una mujer; tal vez? Sabía que estaba vivo por que le escuchó respirar, observó como fluctuaba su perfil mientras subía y bajaba al compás de una respiración agitada. El miedo por haber fallado. Sigilosamente se acercó hasta quedar a poco más de un brazo de distancia. Esperó el momento oportuno para agarrarle, evitando asustarle y que les descubrieran. Lo que no esperaba es que el bulto se moviera hacia él de espaldas, agachado, como a gatas. De repente, la luna entre los tejados proyectó un inoportuno haz de luz que les iluminó por completo:
-¡Allí, Comisario, allí! ¡En la galería de la izquierda!
¡Maldición, les habían visto!  Agarró sin más dilación a la persona que tenía delante y cuando descubrió su rostro sintió como si el suelo desaparecía bajo sus pies. ¡Alonso! No podía creer lo que estaba viendo, ¡su propio hijo había intentado matar a un hombre! ¡Al Comisario!
El pequeño le miró con sus inmensos ojos negros; llenos de terror. Finalmente, se había dado cuenta de a donde le podía conducir su osadía. Con algo de alivio en su voz, imploró al héroe: ¡Águila! ¡Qué alivio que seas tú! ¡Sácame de aquí, por favor, te lo suplico! ¡No dejes que me atrapen! ¡Me matará! –No era momento de pararse a pensar, ya tendría tiempo de hacerlo más tarde. Envolvió a Alonso con su capa, asiéndole fuertemente por las axilas, le levantó en vilo y corrió veloz hasta el extremo contrario de la galería. Los guardias avanzaban inexorablemente hacía ellos. Se encaramó de un salto a la barandilla y con una sola mano se asió al alero del tejado-. ¡Trepa Alonso! ¡No pierdas tiempo, pequeño! ¡Date prisa!
Mientras Alonso subía al tejado Águila se revolvió y sin bajarse de la barandilla, frenó como pudo las acometidas de los guardias. A punto estuvo un par de veces de caer a la calle, pero su equilibrio y su agilidad debido a años de duro entrenamiento le salvaron en el último momento.
-¡Al tejado, al tejado! ¡Se escapan por el tejado! –Los gritos de Hernán lleno de cólera llegaron nítidos hasta él. No podía  permitir que el Comisario le pusiera de nuevo una mano encima a su hijo. Su instinto como padre se impuso por encima de su doctrina de ninja. Despachó al último guardia y con un esfuerzo hercúleo trepó hasta el tejado. A pocos metros, agazapado detrás de una chimenea y aterido por el miedo le esperaba su hijo. De nuevo lo cubrió con su capa para impedir que le vieran el rostro y le descubrieran. Algo le dijo que no le habían visto bien. Solo habían detectado a alguien que escapaba pero no conocían su verdadera identidad. Al menos eso es lo que esperaba y también ansiaba. Águila huyó con Alonso por los tejados rezando en su interior para no estar equivocado.
Los torpes soldados de la Villa les persiguieron, pero sin el liderazgo de Hernán pronto les perdieron el rastro. Aún así Águila Roja no se confió y saltó de tejado en tejado con el niño en brazos entre tanto descansaba a ratos y evitaba por todos los medios que los mal pagados cuarteleros volvieran a recuperar la pista. Finalmente, después de dar varias vueltas por los tejados para asegurarse de que habían despistado a los esbirros del comisario, Águila Roja y Alonso llegaron a la cubierta de su casa. Alonso estaba asustado por las consecuencias que podían haber acarreado sus inconscientes actos y por que presentía en su fuero más interno, que a su idolatrado héroe, aquel acto no le había gustado. Percibió la rigidez de su espalda y la dureza de sus rasgos. Apenas, le había dirigido la palabra.
Con cierto temor y sin demasiada convicción, balbuceó: -Águila, yo… La voz le tembló llena de desasosiego y pavor.
Gonzalo no pudo reprimir su ira. Podría haber perdido a su hijo, por aquella insensata acción y sin permitir que se explicara le increpó enfurecido: -¿En qué estabas pensando? ¿Es que estas loco o qué? ¿Qué pretendías? ¿Matar al Comisario? ¿Te das cuenta en el lío, que podías haberte metido? ¿En el que te has metido? ¿Y el daño tan tremendo, que ibas a inflingirle a tu padre, y a todas las personas que te quieren?
Alonso frunció el ceño pero no se amedrentó. Furibundo, contestó al héroe con rebelión: -¡Quería vengar a mi madre! ¡Ni tú, ni mi padre habéis sido capaces! ¡Me lo prometisteis! ¡Los dos! ¡Y, no habéis cumplido! –Alonso incapaz de contener sus emociones estalló en sollozos dando rienda suelta a toda la tensión que había experimentado en aquella aciaga noche. Gruesas lágrimas resbalaron entonces por las sonrosadas mejillas del chiquillo. Águila apenas soportó verle así. Más, después de oír el dolor que inundaba el corazón de su hijo. Le había fallado como padre y como héroe. Antes al menos sabía que aún sin que el niño lo supiera, le admiraba como guerrero.
Agachándose a su lado Águila rodeó con su brazo los hombros de Alonso y lo atrajo hacia su pecho. Lo acunó cómo si aún fuera un bebé y trató de consolarle con apenas un hilo de su ronca voz por la emoción que le embargaba: “No sé qué te diría tu padre pero dudo mucho que te dijera que mataría al asesino de tu madre”. ¿Qué quieres? ¿Qué se enfrente al comisario? ¿Sabes que podría morir? Si no en la lucha, después. Matar a un comisario no puede quedar sin castigo. ¿Eso quieres? ¿Qué tu padre también muera? ¿Qué harías entonces? –Águila sintió como Alonso redoblaba los sollozos. Estaba siendo demasiado duro con él y ya había pasado bastante esa noche. Cómo una justificación y casi sin convencimiento añadió:  Te prometí que encontraría al asesino de tu madre, y lo he hecho.
Alonso levantó la cara arrasada en lágrimas, hacia su héroe, y con ojos inquisitivos le replicó ácidamente: Entonces…  ¿Por qué no acabas con él?
Gonzalo le respondió  reprimiendo a duras penas su aflicción y su culpa: No es tan sencillo, Alonso. El Comisario Mejías, es un hombre influyente y poderoso. No espero que lo comprendas, aún eres muy niño para entender muchas cosas  de las que están sucediendo. Pero  estoy seguro de que acabará pagando por sus vilezas. Tarde o temprano, no lo dudes. No puedo matarle así, cómo tú quieres. Sería un asesino, como él. Y yo lucho por la justicia. Hernán Mejías debe pagar ante ella. Y lo hará. Sólo debemos reunir las pruebas suficientes de su barbarie y de su opresión hacía el pueblo. Así, también acabará pagando por la muerte de tu madre. –Su mandíbula se cerró fuertemente. Tragándose la rabia Águila trató de mostrarse sereno ante su hijo. No quería que pensara que la muerte de su madre ya no le dolía, pero tampoco quería que creciera en el odio y en el rencor. Necesitaba que fuera un niño feliz, por él, por su madre… Y, por él mismo. 
Alonso le interrumpió con el ansia de la esperanza. –Pero para eso estas tú, para ajustarle las cuentas y defendernos a todos nosotros, al pueblo…  ¿De que sirve tener un héroe, si no imparte justicia? Águila sonrió con tristeza para sí mismo bajo su máscara. Se animó observando cómo su hijo había sustituido el miedo por el coraje. No se engañaba. Sabía que lo pasaría muy mal en los próximos días, pero era un muchacho fuerte y saldría adelante. Le respondió con seguridad:
¡Lo intento, Alonso, lo intento! Pero tienes que tener paciencia. Para hacer pagar a los culpables hacen falta pruebas claras. Y en el caso de la muerte de tu madre, ni tu padre, ni yo las tenemos. Sólo sabemos que el Comisario es culpable, pero nada más. De momento no podemos hacer más  Alonso  y debes aprender a vivir con ello. Sigue mi consejo: guarda el recuerdo de tu madre en tu corazón y sigue adelante. Crece, estudia, hazte un hombre de bien, honra la memoria de tu madre. ¿Acaso, crees, que ella se sentiría orgullosa, del acto que has estado a punto de cometer esta noche? La actitud del pequeño le indicó que estaba arrepentido. Águila le dijo para finalizar mintiéndole un poco: No conocí a tu madre. Pero de seguro, era una mujer buena y piadosa, y estaría en serio desacuerdo con tu manera de proceder. Además, ¿Pensaste en tu padre, y en el daño que ibas a inflingirle? ¿Qué iba a hacer sin ti? Eres lo único que le queda. – Le tomó por los hombros y le hizo mirarle a los ojos directamente- Alonso, prométeme una sola cosa, ayuda a tu padre. ¿Lo harás?
El héroe vio en los oscuros ojos del pequeño que éste había entendido. Finalmente resignado y agradecido el muchacho respondió: ¡Te lo prometo!
Águila le revolvió el pelo antes de mandarlo de vuelta a su casa. Una vez sólo, lentamente se despojó de la máscara y la capucha. Estaba envuelto en sudor. El sudor de la responsabilidad y de la zozobra. Echó un último vistazo hacía la calle. En el barrio, todo permanecía en calma. Había sido una noche muy, muy larga. Ahora tendría que esperar al nuevo día para comprobar, si los actos de Alonso tendrían consecuencias. Lo único que tenía claro en ese momento, era que las decisiones de Margarita si tendrían secuelas. Las de su corazón roto.
Mara R. Jade





No hay comentarios:

Publicar un comentario